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Cortesanos y esclavos

Prácticamente coincidieron en el tiempo dos noticias, a primeros de agosto, que han merecido por los medios distinta ponderación, sin duda debido a que una de ellas remitía al abandono de España por parte del rey emérito en circunstancias no esclarecidas, mientras que la otra hacía referencia al (también) abandono, con posterior fallecimiento, de un jornalero inmigrante nicaragüense en un centro de salud lorquino.

Un mismo verbo, abandonar, a partir de dos de sus acepciones, parece vincular ambos hechos. En mi opinión, aparte de esta forzada conexión semántica, existe una ligazón sistémica y estructural entre aquéllos. Efectivamente, el modelo político y económico que se ha erigido en este país a lo largo de los últimos cuarenta años conecta el escándalo en torno a los negocios y andanzas de Juan Carlos I con la injusta y cruel tragedia sufrida por Eleazar Blandón, a través de una maraña capilar de normas legales, instituciones y prácticas políticas que han conformado un sistema parlamentario de democracia formal viciado por la corrupción y la desigualdad.

En lo tocante al enredo que se trae la monarquía entre manos, llama la atención la opacidad que preside todo este asunto. Veamos. El rey en ejercicio impone a su padre, presuntamente inmerso, a tenor de la fiscalía suiza, en casos de blanqueo de capitales y fraude fiscal, que se vaya de España a un lugar desconocido para la opinión pública. Con el asentimiento de Pedro Sánchez. Cuando se interpela a Felipe VI sobre el paradero de su progenitor, el monarca aduce que se trata de un ‘viaje privado’.

Sencillamente, esto no es verdad. Porque el viajero sigue formando parte de la Casa Real y la seguridad de sus traslados corre a cargo del erario público. Además, si lo que algunos llaman ‘huida’ es el resultado de un acuerdo político entre Zarzuela y Moncloa a consecuencia de las graves informaciones que obran en poder de la Justicia, el viaje del Borbón al extranjero no es, obviamente, de naturaleza privada. No se va por negocios o vacaciones, sino por una decisión política adoptada por las dos principales magistraturas del Estado: la Jefatura del Estado y la Presidencia del Gobierno.

Por consiguiente, oscurantismo. Que huele a encubrimiento, porque lo que realmente parece toda esta operación es un intento de esconder al que se ha ido. Esconderlo de la opinión pública, de los medios, también de la Justicia (los tribunales no podrán citar a alguien en paradero desconocido). Se aprecia un claro intento de blindar la monarquía, aparentemente ocultando su parte presuntamente putrefacta, pero no desgajándola de la institución por cuanto se mantiene la condición emérita del sucesor de Franco. Y esto es lo que nos revela la incompatibilidad de la monarquía con la democracia: la impunidad, en última instancia, de los actos delictivos que pudiera perpetrar el Jefe del Estado, consagrada en esa interpretación dinástica que se hace de la Constitución, concretamente en el apartado relativo a la inviolabilidad de Rey.

El propio Felipe VI, a este respecto, tendría que explicar por qué tardó un año en hacer público, inmediatamente después de que lo hiciera la prensa británica, que era beneficiario de la Fundación panameña Lucum, con cuenta abierta en banco suizo.

Ante este panorama, en una democracia madura hubieran proliferado las críticas al proceso de ‘extrañamiento’. Aquí, por el contrario, una legión de cortesanos se ha apresurado a denunciar una conspiración contra la monarquía y, lo más sorprendente, a renovar su juramento de vasallaje a una figura tan degradada como la del anterior Jefe del Estado, atribuyéndole el portento de ser el único responsable del advenimiento de la democracia en este país. Y es que una parte importante de los aparatos de Estado, de los medios, de las finanzas, de la alta burguesía, incluso de la clase media, ha vinculado su suerte a la monarquía, no a la democracia.

Por eso la nuestra es sumamente reaccionaria, con un peso de las oligarquías superior al de los países de nuestro entorno y con una tolerancia hacia la corrupción igualmente sin parangón en el ámbito europeo. También la más desigual de entre las principales economías del euro. Hasta el punto de que el trabajo ha sido tan devaluado que importantes sectores laborales rayan la esclavitud, con una profunda deshumanización de la clase obrera, sobre todo de los inmigrantes. Su cosificación llega hasta el punto de que en el campo ( y no sólo) se les paga una miseria, se les impide descansar y beber agua y, cuando enferman gravemente, se les deja tirados en la puerta de un hospital.
Abundan, pues, en nuestra sociedad los cortesanos y los esclavos, dos caras de la misma moneda que constituye la unidad de valor con que este sistema político hace sus transacciones. Ocurre que con esos mimbres no hay democracia. Porque no hay dignidad.

Fuente:laopiniondemurcia.es